Reconocer, asumir y compartir nuestros miedos existenciales y cotidianos puede ayudarnos a ser más humanos y con mayores capacidades reivindicativas frente a los problemas y miedos sociales.
Entre las revistas y libros de la sala de espera, tengo el que contiene las fotos ganadoras de los últimos años del “world press”.
Una tarde, al entrar, encontré a Juan llorando, con la mirada fija en una de ellas. El fotógrafo había captado el momento en que un niño, esquelético y casi desnudo, caído en la arena del desierto, pedía ayuda con los brazos alzados, las manos abiertas y una mirada desesperada hacia una mujer haraposa que podía ser su madre y que formaba parte de una caravana de caminantes.
En el transcurso de su sesión de Vegetoterapia, tumbado en el diván, estuvo realizando movimientos neuromusculares que llamamos “actings”, cuya principal función es dinamizar la organización muscular defensiva que Wilhelm Reich denominó “coraza”, anclaje somático del inconsciente freudiano.
Llevaba unos minutos con el primer movimiento, que denominamos “péndulo” y que consiste en mirar a derecha e izquierda, cuando empezó a tener reacciones corporales involuntarias de ansiedad y miedo (dilatación de las pupilas, tensión de los maseteros y los músculos del cuello, leve sudoración, frío, respiración entrecortada) mientras le embargaba un fuerte llanto entrecortado. Al poco de empezar el segundo -abrir la boca al mismo tiempo que levantamos los brazos manteniendo las manos abiertas-, soltó un quejido desgarrador, y todo su cuerpo se encogió como un ovillo.
Conforme se fue tranquilizando, me contó, emocionado, que, en el momento de levantar los brazos, empezó a sentir miedo y muchas ganas de llorar. Y cómo, de pronto, le había venido a la memoria una escena de cuando tenía cinco o seis años, donde su padre, irrumpiendo en casa, borracho, agredía a su madre sin motivo, y gritaba a voz en cuello. Ël se escondía en un recoveco de la casa, enmudecido, con los brazos hacia delante, para defenderse de los previsibles golpes, y anhelando que alguien lo acogiera en sus brazos y calmara su espanto. Esos episodios se repitieron durante algún tiempo. Su madre lo justificaba aduciendo que estaba muy afectado por la situación económica tan complicada por la que estaban pasando. Con todo, lo más doloroso para él fue que su padre nunca hubiera tenido el valor de disculparse por tan brutal comportamiento.
Le pregunté entonces por la foto. Tomó conciencia de que se había identificado con el sufrimiento del niño y con su expresión corporal, similar a la misma que él había adoptado.
Dos niños viviendo experiencias muy diferentes pero con un sentimiento común: el miedo. Experiencias todas ellas similares a las que sufren cotidianamente otros niños y adolescentes a nuestro alrededor: esa niña, por ejemplo, que presencia cómo de forma violenta, sin conmiseración ni miramiento alguno, a su familia y a ella misma en la calle, expulsada de su habitación, su casa; niños y adolescentes que, ante ciertos comportamientos que delatan su sufrimiento emocional, son sometidos a crueles experimentos de reeducación por la “supernani” de turno; el horror, en fin, de los recién nacidos que expresan con gritos descarnados en las salas de obstetricia su primera experiencia de espanto al verse separados violenta y brutalmente del cuerpo de su madre (de sí mismos), o el de los bebés aparcados en las guarderías gritando desgarradamente junto a la puerta: ¡”mamá” ¡, ¡“papá”!.
Vivencias infantiles en suma, que junto a otras muchas, tendrán una repercusión en la organización de su personalidad, porque impactan en sus cuerpos, dejando huellas inconscientes y emocionales.
No será para todos de igual modo. Algunas personas, han vivido en su infancia o adolescencia estados permanentes de miedo y sufrimiento que paradójicamente les han hecho más fuertes, e incluso les han ayudado a afrontar la realidad social con más ímpetu y fuerza de lo habitual. Dicho fenómeno que se conoce como “resiliencia”, eufemismo tomado de la física, donde se utiliza para referirse a la medida que cuantifica la cantidad de energía por unidad de volumen que almacena un material al deformarse elásticamente ante la aplicación de una fuerte tensión.Pero eso no garantiza que no se hayan visto afectadas otras capacidades vitales.
De hecho, lo común es que, para hacer frente, a esas vivencias estresantes, se articulen defensas en forma de conductas estereotipadas adaptativas y tensiones musculares crónicas (carácter-coraza), que limitan nuestra capacidad perceptiva, embrutecen nuestro ser, y predisponen a la organización de una estructura personal débil y temerosa, tendente a evitar cualquier tipo de cambio o de conflicto. En palabras de Wilhelm Reich que posteriormente repetiría Erich Fromm :“ Las personas crecen en este sistema social con el miedo a la libertad y una mentalidad reaccionaria y conservadora. Lo que significa caracteres sumisos y sometidos a las dinámicas autoritarias, con miedo a todo lo Vivo”.
Coyuntura que aprovechará el poder para perpetuarse a través de políticas injustas y de violencia supuestamente legitimadas: masacres tribales; niños mutilados o quemados por bombas y misiles; fusilamientos, torturas y desapariciones ; desastres ecológicos consecuencia de la contaminación, los incendios, la desertización y los escapes nucleares; medidas de austeridad y represión hacia los más necesitados con el pretendido fin de remontar crisis sociales, etc.
Vemos, pues, de qué modo conduce todo ello a una encrucijada: por un lado el miedo nos acompaña como consecuencia de las experiencias vividas a lo largo de nuestro proceso madurativo, y por otro participamos de una realidad social que nos infunde a su vez más y más temo, inseguridad e impotencia.
Por consiguiente tampoco debe extrañarnos, retomando la teoría de Henri Laborit, que el distrés interno derivado de la imposibilidad de reaccionar emocionalmente ante aquello que nos produce miedo, sea la causa principal del sufrimiento emocional y de la mayoría de patologías psicosomáticas.
Porque el miedo en si mismo, reacción natural que nos pone en alerta ante un peligro real, no es un problema. Tampoco lo son los miedos propios y los comunesa todo ser humano, mamífero con consciencia, como el que podemos sentir ante la vastedad de la naturaleza, la infinitud del cosmos, la ignorancia acerca de nuestro origen y el sentido de nuestra existencia, la enfermedad, la soledad, el abandono, el envejecimiento o la muerte.
Muy al contrario, tales miedos pueden incluso impulsar el afán de conocimiento y de superación personal, del mismo modo que -siguiendo la idea de Edgar Morin-, deberían hacernos sentir menos solos y fomentar el desarrollo de nuestra identidad humana individual y planetaria, estimulando así unas relaciones y unas formas sociales ecológicas.
Otros, más cotidianos, -como el miedo a la soledad, a ser abandonados, al paro, a la crisis social, al ridículo, al rechazo, a expresar opiniones, deseos y afectos-, pueden poner en evidencia algunos límites, iniciando con ello el camino para poder su superación.
Pero si, cuando, los miedos nos atenazan, nosotros los vivimos en soledad impotentes e incapaces de expresar las emociones que nos producen y de integrar psíquicamente su experiencia, entonces se verán mermadas determinadas potencialidades que nos permitiría encararlos y superarlos, entre ellas la autoestima, propiedad, que para Jorge Bucay, es justamente la que posibilita “vivir los miedos de una forma positiva”.
Parece pues, que para cambiar este estado de cosas y salir de esa encrucijada, a más de los cambios sociales y políticos que son imperativos, es preciso dejar de lado el narcisismo, y compartir los temores, dudas y vacilaciones, los cuales, junto a nuestros anhelos, deseos y proyectos conforman la idiosincrasia humana.
Un cambio de actitud, en definitiva, que nos ayudará a ser a ser más fuertes, como individuos y como colectividad, y pondrá las bases para que los niños del futuro vivan estas actitudes de forma automática, por cuanto habrán madurado en sistemas ecológicos, - familia, escuela, instituto, clubes deportivos-, donde la violencia, el miedo y la amenaza habrán dado paso a la cooperación, la confianza, la solidaridad y el afecto, potenciando así el desarrollo de personalidades con autoestima y, por tanto, saludables.
Y es que no por azar, poetas y revolucionarios románticos han afirmado desde siempre que el compromiso, la tolerancia, la solidaridad y el amor embriagan, conjuran y neutralizan temores, miedos y hasta la misma muerte.
Sin miedo, a mostrar nuestros miedos. Sin miedo a vivir, sin generar miedos. Volviendo, en definitiva, a ser humanos.