Vicente, recién cumplidos los cincuenta y nueve años, empezó a sentirse frecuentemente irritado, inquieto y muy nervioso. Era algo nuevo para él, porque solía ser una persona estable, sin grandes altibajos, excepto en momentos puntuales en los que se había sentido preocupado por su futuro laboral, la relación con sus hijas, o por el paso del tiempo, la vejez y la muerte, si bien pronto recuperaba su estado habitual.
Llevaba cuatro años prejubilado y en general se sentía satisfecho con su vida, incluyendo la decisión de separarse de su esposa, que no le supuso gran conflicto.
Le costaba permanecer tranquilo en casa, así como conciliar el sueño y le invadían sensaciones nuevas cada vez más agudas y persistentes: tensión en cuello y piernas, ahogos, fuertes cosquilleos en el estómago, taquicardia y sudor frío. Todo ello acompañado en ocasiones por jaquecas y acidez. Asimismo se sentía insatisfecho, distraído, obnubilado, agobiado ante los compromisos sociales y al mismo tiempo, agitado e incapaz de estar solo. Sus amigos acertaban al señalarle que últimamente era un “mar de nervios”.
Recurrió a los servicios de salud mental de la seguridad social donde le prescribieron un ansiolítico y un antidepresivo, empezando también sesiones con el psicólogo. Éste le enseñó técnicas para relajarse, controlar sus impulsos y gestionar actividades para estar ocupado, llevando un registro diario de todo ello, así como de sus reacciones físicas.
Fue notando como algunas de sus sensaciones se reducían, sintiéndose algo más tranquilo. Pero habiendo transcurrido ya casi un año desde la primera sesión, sin recuperar su estado habitual, sintiéndose, por otra parte, más cansado y desmotivado para realizar cualquier actividad, decidió probar otra cosa. Aconsejado por una de sus hijas, telefoneó a mi consulta y después de una evaluación estructural, comenzamos una “psicoterapia breve caracteroanalítica”.
Durante los seis meses que duró el tratamiento, con sesiones semanales, Vicente dejó la medicación y fue comprendiendo las causas de su ansiedad, a partir de ciertas experiencias emocionales que redujeron su tensión corporal, recuperando su contacto interno y clarificando su percepción intrapsíquica.
En una sesión, tumbado en el diván, mientras realizaba un “acting” neuromuscular que consiste en mirar un punto en el techo mientras se mantienen los brazos en alto y las manos abiertas, le invadió un llanto involuntario muy fuerte: “Algo se liberó en mi esternón, sintiendo que podía respirar de una forma abierta y profunda al mismo tiempo que me invadía una gran tristeza y se me saltaban las lágrimas. Hacía años que no lloraba y curiosamente junto a mi aflicción y sorpresa me sentí alegre”. Durante la experiencia le invadieron algunos retazos, ya casi olvidados de su primera infancia.
Fue hijo único. Recordaba a su padre trabajando siempre fuera de casa,y con un trato amable, pero frío y distante. Por el contrario, era el foco de atención de su madre, la cual resolvía todos sus problemas siendo al mismo tiempo muy dura con él. Solo pudo darle de mamar hasta los seis meses porque no le salía suficiente leche, y siempre fue muy comedida en sus muestras de afecto. Obsesionada con la limpieza, la forma de vestir, y con una moral sexual muy conservadora nunca la vio llorar, ni siquiera cuando murieron sus padres en un accidente de tráfico.
Fue, pues una infancia vivida en una atmósfera compulsiva, con una madre presente, pero que no le ayudó a satisfacer sus necesidades ni su autonomía, lo que fue asentando un bloqueo afectivo.
Condicionado por esa dinámica familiar, conoció a Raquel, que por sus particularidades caracteriales, actuaría con él de forma similar a como lo hacía su madre, pasando a ser
inconscientemente su sustituta. Lo cual permitió que Vicente volviese a estar tranquilo y seguro, después de una adolescencia complicada.
Es por lo que, al separarse y encontrarse solo —después de los meses de euforia, fruto de la novedad y de su sensación de “independencia”— surgió la ansiedad, detrás de la cual se escondía el miedo a la soledad y la sensación de vacío…
Comprender su estado actual y liberar alguna de sus emociones bloqueadas reduciendo la tensión corporal, le ayudaron respirar de una forma más libre y a equilibrar su sistema nervioso vegetativo, con lo cual dejó de tener ansiedad, empezando a sentirse sereno, alegre y capaz de gestionar su realidad cotidiana.
En este caso, la ansiedad era la antesala de un estado depresivo. Reacción de alarma y aviso ante una crisis inminente, ocasionada por la interacción de unas determinadas condiciones históricas y actuales. En otros casos, la ansiedad puede indicar un desquilibrio.
Como en el caso de Amparo, una joven de veinte cuatro años que acudió a mi consulta porque vivía en un estado de ansiedad constante. “No puedo con mis nervios. Parece que el corazón se me va a salir del pecho. Tengo que estar siempre haciendo alguna cosa. Es como si tuviera un motor dentro de mí en constante movimiento”.
Junto a las sensaciones típicas de cosquilleo en el estómago y los esfínteres y una tensión corporal generalizada con jaquecas y dolores musculares, tenía una fuerte necesidad de comer compulsivamente. Estos ataques bulímicos, le hacían sufrir mucho porque después se sentía gorda y sucia llegando a provocarse el vómito.
Todo había empezado dos años antes y se fue agudizando a partir de que empezó a tener sus primeras relaciones sexuales completas con su actual novio. En ellas se sentía muy torpe e inhibida y nunca alcanzaba el climax.
En una sesión, tumbada en el diván, estaba realizando una técnica neuromuscular que llamamos “el péndulo”, que consiste en mirar a derecha e izquierda y que se utiliza actualmente en la terapia antitrauma EMDR: desensibilización a través de movimientos oculares. Empezó a sentir angustia, y miedo al mismo tiempo que surgía en su mente una escena olvidada, donde un vecino suyo le enseñaba el pene en la escalera de su patio y le obligaba a metérselo en la boca. Tendría ocho años. Con fuertes arcadas le surgió el vómito acompañado de temblores y de un fuerte llanto. Con la elaboración e integración de esa experiencia fue recuperando su normalidad psíquica y corporal.
En este caso vemos claramente como la ansiedad era una señal que estaba indicando un desequilibrio, un punto ciego. Las relaciones sexuales con su novio quien le demandaba sexo oral, hizo de revulsivo. Pero no surge directamente la causa, en este caso el trauma sexual, sino que aparece un cuadro de ansiedad, reacción de alarma. Si nuestra intervención hubiera sido anular su ansiedad con la habitual suma psicofármaco-conductismo, esta joven nunca hubiera atajado su problema real.
Junto a situaciones clínicas como las descritas, lo cierto es que la ansiedad es un fenómeno habitual y bastante generalizado, fruto de nuestra inseguridad e insatisfacción personal, incluida la afectiva y sexual. Empieza a manifestarse en la infancia a través de tics, espasmos musculares, hiperactividad y en otros hábitos como morderse las uñas o chuparse los labios. Se activa ante una tarea nueva o peligrosa como una clase, una conferencia, una primera cita o testificar en un juicio. Suele acompañar a los estados depresivos y algunos trastornos de personalidad, siendo la base de muchos mecanismos compulsivos como la bulimia, la limpieza, la compra exagerada de ropa u otros objetos, o la ludopatía.
Pero es importante diferenciarla de las crisis de angustia, los ataques de pánico o las fobias, así como de otros fenómenos que producen reacciones similares, pero que tienen una lógica y una causalidad muy diferente como es el caso del estrés, una reacción psicosomática consecuencia de un esfuerzo mental o corporal agudo o permanente que supera las posibilidades del organismo. En este caso sus respuestas no son superficiales como en la ansiedad, sino que llega a afectar a los órganos con trastornos psicosomáticos.
Al mirar a la ansiedad de frente, con complicidad, vemos la sombra de la insatisfacción vital, consecuencia de un sistema social antiecológico, represor y frustante, que entre todos podemos cambiar. Una alimentación y unos hábitos ecológicos y saludables desde el principio de la vida, son las medidas eficaces para prevenir la ansiedad, lo cual supone cambios educativos y sociales profundos y radicales.